2001
Texto: Françoise Sabbah


Mirar un cuadro con ... Francisca Mompó

“Crucifixión”, de Antonio Saura

Antonio Saura ha confesado su obsesión por las crucifixiones de Mathias Grunewald y la de Velázquez, del Museo del Prado. Pero quiso hacer una ruptura sobre el tratamiento clásico del tema, y convulsionarla, a través de una carga pictórica, característica del movimiento informalista. El Cristo de Velásquez tenía, en su opinión, un aspecto de adonis edulcorado, “con sus pies de torero, su cabellera negra de bailaora flamenca y su estatismo de marioneta”, que rechazaba.

En estas crucifixiones que inicia en 1957, Saura opta por un tratamiento conceptual, desde un punto de vista picasiano, añadiéndole los hallazgos del informalismo.

Esta crucifixión, realizada en 1959, a los 29 años, es un ejemplo del estilo de Saura, que sabía conjugar el trazo ligado al gesto, la impronta personal, su estado de ánimo y la pasión por la materia.

Los informalistas gestuales como él, reflejan en el trazo los estados de ánimo de quien pinta, y consideran la materia pictórica como válida por sí misma, bien sea óleo, alquitrán o tierras. Saura insiste en una temática que nunca dio por agotada, y que confirmaba la imposibilidad de realizar dos cuadros iguales.

La estructura de esta obra es la que emplea habitualmente: el juego espacial de la cruz crea cuatro zonas diferenciadas que anclan la composición fuertemente a los laterales. El drama viene acentuado por la multiplicación de unos ojos inmensamente tristes, un fondo negro que recorta la contorsionada figura central, expresando un inabarcable dolor, y esas dos patas sobre la línea horizontal del suelo, que la convierten en un patético monigote. Este cuadro ejemplifica la valentía formal y gestual de una gran pintura y aclara el sentido que en la pintura, tienen las repeticiones.